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Pasaron muchos años Los descendientes de Israel, todos aquellos que eran de su familia y que habían nacido después que él, eran ajora tan numerosos en Egipto que formaban un gran pueblo: los israelitas.
Pero un día, el nuevo faraón empezó a preocuparse: los israelitas habían llegado a ser muy importantes. Esos extranjeros eran hebreos y no egipcios. Egipto no era su país. ¡Y, sobre todo, eran muy poderosos y representaban un peligro!
Por ello, el faraón ordenó a los israelitas que hicieran los trabajos más difíciles, sin pagarles: ¡Los convirtió en esclavos! Tuvieron que construir caminos y casas, desde el amanecer hasta el anochecer. Los guardias egipcios los vigilaban, listos para darles latigazos si dejaban de trabajar. Pero los israelitas eran valientes, resistían y se volvían más numerosos, Esta vez, el faraón, furioso, tomó una decisión terrible: ¡todos los niños israelitas que nacieran debían ser arrojados al río Nilo!
Sin embargo un bebé israelita escapó de esa triste suerte.
Su mamá había logrado esconder a su pequeño hijo durante tres meses. Después tuvo miedo de que la descubrieran y colocó a su bebé en una cesta que depositó a la orilla del río, escondida entre los juncos. Ella confió en que Dios la ayudaría. Más tarde la hija del faraón llegó a la orilla del Nilo donde iba a bañarse. De pronto descubrió la cesta y, al acercarse, vio al niño.
La hija del faraón adivinó que el bebé era hebreo, pero su corazón se conmovió tanto, que no le dijo nada a su padre. ¡Arrojar a ese bebé al Niño! ¡Jamás! Así que guardó el secreto. Le confió el bebé a una nodriza, una mamá que tenía leche para alimentarlo.
Cuando creció, la hija del faraón llevó al niño a su palacio. Lo llamó Moisés, que significa "salvado de las aguas".
La hija del faraón educó a Moisés como si fuera su propio hijo, como un egipcio. Pero Moisés, al crecer supo que era hijo del pueblo de Israel. Y, muy pronto, descubrió que su pueblo era maltratado.
Un día, Moisés vio que un egipcio golpeaba a un israelita. Rápidamente se precipitó sobre el egipcio y lo mató. Cuando el faraón supo la noticia, mandó a sus guardias a buscar a Moisés para matarlo. Pero Moisés huyó a otro país donde se casó.
Un día, cuando Moisés cuidaba su rebaño , descubrió una llama entre las zarzas. Se acercó y luego se detuvo sorprendido: a pesar del fuego, la zarza no se quemaba. De pronto Moisés escuchó una voz: era Dios quien le hablaba. Y Dios le dijo a Moisés que fuera a pedirle al faraón que dejara partir a los hebreos. Moisés debía conducir a su pueblo al país de sus antepasados: Abraham, Isaac e Israel. Dios prometió ayudarlo; si el faraón se negaba, ¡terribles desgracias asolarían Egipto!
Moisés se dirigió a Egipto para pedir al faraón que dejara partir al pueblo hebreo. El faraón se negó. ¡De todas formas él no creía en ese Dios del que hablaba Moisés! Moisés regresó varias veces a ver al faraón. Y, para lograr que cediera, le mostró lo que Dios era capaz de hacer.
Y he aquí lo que pasó: primero el agua del río se convirtió en sangre, después las ranas invadieron Egipto, se metían hasta en las casas y, finalmente, millares de mosquitos picaron a todos los egipcios, incluso al faraón, Pero el faraón, testarudo, no quería ceder.
Después, una enfermedad acabó con los rebaños de los egipcios, seguida por una epidemia de forúnculos; más tarde hubo una terrible tempestad de granizo, ¡un verdadero desastre! Luego, nubes de langostas devoraron todas las plantas y finalmente, una nube negra y profunda cayó sobre Egipto ¡duró tres días! Pero el faraón, aunque tenía mucho miedo, se negaba a liberar a los israelitas. Entonces, Moisés le anunció que el primogénito de los hijos de cada familia egipcia moriría durante la noche, incluyendo al hijo mayor del faraón.
Esta vez, después de esa gran desgracia, el faraón aceptó dejar partir a los israelitas.
Esa noche, Dios liberó al pueblo de Israel. Y para que los israelitas no olvidaran este acontecimiento, Dios le pidió a cada familia israelita que comiera cordero asado y pan sin levadura -¡puesto que no tendrían tiempo de esperar a que la masa se esponjara! Desde ese momento, deberían comer esa misma comida, cada año, en recuerdo de aquella noche en la que Dios había mostrado su poder. Él le dio un nombre: la fiesta de la Pascua -o Pesaj, en hebreo.
Guiado por Dios, Moisés condujo al pueblo de Israel fuera de Egipto. Pero, cuando el faraón se dio cuenta de que ya no habría esclavos para construir sus casas, decidió detener a Moisés. Los israelitas vieron que eran perseguidos por los egipcios. Ante ellos, se extendía el Mar Rojo. ¡Estaban rodeados y muy asustados! Entonces Dios le dijo a Moisés que levantara su bastón hacia el mar, Moisés obedeció. El mar se partió en dos, abriendo un pasaje para los israelitas que se quedaron maravillados. Cuando estuvieron en la otra orilla, Moisés extendió su mano y el mar se cerró sobre los soldados de faraón. Los israelitas dieron gracias a Dios por haberlos salvado.
Los israelitas continuaron su camino. Caminaron durante mucho tiempo por el desierto. Pronto empezaron a quejarse con Moisés: tenían hambre y sed. Dios los escuchó y cuidó para que no padecieran ni hambre, ni sed.
Cada mañana, el sol aparecía cubierto con una especie de polvo blanco, que tenía un sabor delicioso, como la miel,; lo llamaban maná. ¿Y para refrescarse? Le bastaba a Moisés golpear una roca con su bastón ¡y el agua brotaba inmediatamente!
Los israelitas llegaron al pie de una montaña en el desierto del Sinaí. Una mañana, la montaña empezó a temblar. De ella escapaba una espesa nube ardiente. Los israelitas estaban asustados. Escucharon truenos. Moisés sabía que Dios lo esperaba y subió a la montaña.
Dios le entregó las tablas de piedra sobre las que estaban grabadas sus leyes, los diez mandamientos. Dios era amigo del pueblo de Israel pero había que respetar algunas reglas, como amara a Dios, no mentir ni robar y muchas otras leyes más...
Tomado de Gilles-Sebaoun É., Roederer C.. (1999). Mi Primera Biblia. 3a reimpresión México: Megaediciones.
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